Heliotropos
El
hombre es bípedo y andante por error biológico. De lo contrario,
volaría. La evolución tiende a las congruencias, y el volar con
naturalidad hubiera sido una de ellas. Todo estaba preparado para ese
brillante comienzo. Porque volar era lo suyo. Una oportunidad única
que le daba el Tiempo, entonces lento y generoso.
Por
error o inclinación, prefirió el largo y tortuoso hecho de erguirse
para reptar como un inválido (está a la vista que caminar sólo con
dos pies es una de las costumbres más absurdas y antiestéticas)
recorriendo el planeta, que, de paso, depredó escrupulosamente. A
partir de entonces, el resto de los vivientes le llamó Dos Patas,
triste nombre con el que lo reconoce la memoria biológica.
Pegado
a la Tierra, a la que, por su naturaleza de evadido, no pertenece
cabalmente, su comportamiento, debido a esta circunstancia, es el de
un parásito, o como el de un pequeño y pernicioso gusano del
universo, según la vio la implacable lupa del irlandés Jonathan
Awift.
La
Tierra estaba lista, como un regalo del tiempo en su primer milenio,
para ser el descanso del vuelo, la mesa tendida llena de alimentos,
un árbol en el diluvio. Pero él prefirió convertirla en cárcel, y
como tal la ama, aunque a veces, en sueños, añora los espacios
planetarios.
Cada
vez es consciente de la pérdida, dice que aquí abajo tiene como
sustituto el vuelo del amor, y lo esgrime como respuesta a esa
carencia fundamental. Ignorante de que en el espacio hubiera tenido
acceso a esas casi increíbles mujeres descubiertas por el poeta y
astrónomo argentino Oliverio Girondo, que hacen el amor en vuelo y
que cada mañana, mientras desayunas terrícolamente, si te asomas un
poco a la ventana puedes ver haciéndote señas desde las nubes bajas
invitándote a un regreso.
Para
cazarlas inventó unos sucedáneos metálicos del vuelo, de los que
ellas huyen asustadas y como olas que desde la playa se alejan mar
adentro.
Acuciado
por la nostalgia del paraíso perdido, últimamente construyó
artefactos capaces de viajar por el cosmos. En el espacio, que pudo
ser del hombre para siempre, estos pergeños, con o sin astronautas,
actúan como intrusos.
En
sueños, estos hombres que perdieron el espacio pueden a veces ver la
Tierra-Jardín como desde lejos, ostentosa de mares azules mezclados
con crepúsculos, salpicada por ínsulas extrañas, aguas súbitas,
flores espasmódicas y mujeres en vuelo.
Y
además verse a si mismos, muy por encima de ese globo envuelto en
luz, tal como hubiera podido ser, flotando, renaciendo, arriba y
abajo, como enormes mariposas transparentes y consentimiento de los
grandes heliotropos
Daniel
Moyano
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