martes, 11 de julio de 2017

Titiriteros

En dos carromatos de madera, profusamente adornados con motivos desvaídos por el tiempo y las lluvias, llegaron una tarde cualquiera de verano. Viejos y niños los recibimos en la plaza, y nuestros corazones brincaron con la  alegre novedad. Mientras un joven alto y cetrino desenganchaba los flacos jamelgos, enjaezados con vistosos correajes, de la parte trasera iba descendiendo la troupe. Primero lo hizo un hombre entrado en años, de bigotes enormes, del que llamaba la atención su floreado chaleco con ribetes rojos. Tendió la mano para ayudar a bajar a una mujer oronda, alicatada de carmín y colorete, vestida hasta los pies con ancha falda azulada y tocada de seda vaporosa en forma de turbante. Dos muchachas aparecieron después generosas de escote, de labios y mohnes, rubias como diosas y vestidas de colores transgresores. La mayor acunaba en sus brazos a un bebé que gimoteaba y la otra traía de la mano un niño de unos cuatro años con pelo amarillo y pecas abundantes.
Desde ese momento y desde mis ocho años, sólo tuve ojos para la chica joven, desinteresado por completo por la relación de parentesco que entre ellos pudieran tener. La vi desatar una cabra de uno de los carros, mientras el joven empuñaba una trompeta; el hombre, en cuyo hombro hacía equilibrios una mona, se acoplaba una acordeón; la mujer tomaba un pandero grande y sonoro; la joven del bebé cargaba además con una silla; y el niño pecoso se enganchaba a un cuerno de la cabra.
En tumultuoso jolgorio acompañamos los niños a la troupe en un pasacalles surrealista y festivo. A las órdenes del joven trompetista cesaba la charanga discordante, y anunciaba con voz impostada la “Gran Función a las ocho en el salón de Marina”, mientras la muchacha de mis atenciones descansaba de  su bailoteo insinuante, después de que la cabra se hubiera subido a la silla para hacer piruetas increíbles.
En el Salón de Marina, se hacía baile los domingos, gracias al rasgueo virtuoso que generosamente prodigaban Pedrito y Manuel en sus respectivas  bandurria y guitarra. El Salón de Marina, los días ordinarios, era un bar donde en la noche los hombres, al pie de la barra, llenaban el suelo de cáscaras de cacahuetes y pieles de sardinas saladas, mientras bebían botellines de cerveza. Al salón de Marina me acompañó mi tía Gabriela  después de muchos ruegos y súplicas a mis padres que no estaban por la labor, y nos sentamos en las sillas que traíamos de casa, dispuestos y nerviosos por ver “la gran función”:
Con pretendida gracia y poca voz, el viejo de los mostachos y la señora oronda nos invitaron a reír con un rosario de coplas de picadillo. El joven y la muchacha mayor interpretaron un sketch erótico que el público aplaudió enardecido. Yo esperaba que saliera  la muchacha que me cautivó; y cuando apareció sufrí viendo como su cuerpo semidesnudo se martirizaba en contorsiones imposibles, ya que se doblaba como si careciese de esqueleto interno. El viejo volvió para realizar juegos de magia, llegando a adivinar el nombre de cinco personas del público, escogidas “al azar”. Salió de nuevo el joven para contar chistes verdes. Después de cada uno, el viejo arrancaba unos acordes a la acordeón y las mujeres hacían gestos cómplices, mientras la gente reía. La función terminó cantando juntos todos los artistas una canción húngara lánguida y sentimental.

De vuelta a casa y con las sillas a cuestas, mi tía Gabriela me dijo: “A tus padres no les contaremos todo, ¿eh?”

Resultado de imagen de ´Carromatosde los comediantes
Félix: https://www.google.es

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