jueves, 26 de octubre de 2017

Primer sobrecogimiento

Se hizo de noche y el hombre vio tachonado el cielo de estrellas luminosas. Durmió, despertó y comprobó que el día sucedía a la noche. Se asomó al día y recibió los tibios rayos del sol; en los campos, salpicadas de amapolas, vio mecerse las mieses amarillas; verdeaban los prados y se entretuvo viendo retozar a los potrillos…

Por primera vez el hombre sintió dentro de sí un nuevo sentimiento exultante, al que llamó alegría y se puso a cantar hincado de rodillas.

Félix

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viernes, 20 de octubre de 2017

Tango

Estaba tan borracho que no llegó haciendo eses sino equis. La casa (su casa) estaba vacía, oscura, abandonada. Quizá por eso pudo llegar indemne hasta la mecedora.
Cerró, abrió y cerró los ojos. Lo que vislumbró no fue un sueño sino un milagro de jardín. Con su madre o sin su madre, Eso dependía de la tensión de sus párpados. Si era con su madre, ella lo soñaba con un índice acusador y una mueca de burla. No era preciso que hablara. Él bien sabía de qué se trataba. Desde la infancia la había despreciado, ninguneado con fervor, desatendido. Entre ella y él no había puentes; sólo despeñaderos, barrancos, hondadas. Por seo ella, en vez de dos ojos verdes, tenía dos odios grises.
Él abrió los suyos, acarició los párpados heridos, posó su mirada opaca en la pared de enfrente, que empezó a balancearse con un ritmo moderado. El cuadro estaba ahí: una figura antigua, de hombre recio, con corbata de moña, melena canosa y anteojos de miope. Cerró otra vez los ojos y el hombre se asomó en el espacio inverosímil: allí no había moña ni anteojos. Él, cuando estaba sobrio, era capaz de recitar de memoria todos los poemas de ese tipo, pero ahora los versos se arrinconaban en el olvido, El hombre semisoñado lo miraba con exigencia, reclamándole algo, aunque fuera dos versos, una copla, el estrambote de un soneto mediocre. Pero el se retraía, se ocultaba, no quería saber nada de una inspiración ajena. Así era cuando el tipo empuñaba un látigo y él abría providencialmente los ojos.
El cuadro ya  no estaba y la pared había dejado de balancearse. Qué bien le vendía un café amargo, pero cómo llegar a la cafetera, a encender el gas, a no derramar el agua que llamaba desde el grifo.
Por primera vez lamentó su mamá. Volvió a cerrar los ojos en busca de un estímulo. Tardó en llegar la somnolencia, pero cuando  llegó fue una recompensa inesperada. Frente a él, al alcance de sus manos, estaba Dorita, más atractiva que nunca, con la boca entreabierta y a la espera, con el camisón rosa que se le resbalaba de los senos, más turgentes que en épocas pasadas. Quiso decir algo y no pudo. Dorita lo paralizaba con su belleza. Decidió extender su mano hasta el pezón izquierdo, pero éste se hizo nada entre su índice y su pulgar.
Esta vez abrió los ojos porque alguien le estaba sacudiendo el hombro. Su mujer, nada menos, y no era un sueño.
-Otra vez mamando –gritó ella.
-Otra vez mamando –admitió él-. Yo no tengo vergüenza de tomarme una copa.
-¿Y cuántas vergüenzas reservas para zamparte dos botellas?
-Tres.
-¿Tres vergüenzas o botellas?
-Botellas.
-¿Hasta cuándo piensas que voy a soportar este maldito tren de vida?
-Mi amor, eso es asunto tuyo.
-Y vos, ¿no tenéis conciencia?
-¿Querés que te diga la verdad? Me tiene harto.
-¿No tenés nada más que decirme?
-Cómo no… Vos sabés que yo siempre cito a los clásicos. Por ejemplo, Cátulo Castillo (música de Aníbal Troilo) que estampó para siempre esta delicia: “Yo sé que te lastima/ yo sé que te hace daño/ llorarte mi sermón de vino”.
-Es cierto que me hace daño. No importa. Aquí te dejo, con esa veterana curda, que ya forma parte de tu currículo. Se acabó.  No te preocupes. Cuando vos y yo seamos finaditos, sé que voy a encontrarte en algún boliche (cantina, para los ilustrados) del paraíso.


Mario Benedetti

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jueves, 12 de octubre de 2017

No hay efecto sin cusa

Aquella gallina sentía la culpa de haber sido infiel en una noche loca, con un gallo brillante.

Pero, cuando puso el primer huevo de oro, comprendió que verdaderamente su amante era una joya.

Félix

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jueves, 5 de octubre de 2017

El niño terco

En un apartado de su obra dedicado a las leyendas infantiles. Los hermanos Grimm refieren un cuento popular alemán que la sensibilidad de la época consideraba particularmente adecuado para los niños. Un niño terco fue castigado por el Señor con la enfermedad y la muerte. Pero ni aún así logró enmendarse. Su bracito pálido, con la mano como una flor abierta, insistía en asomar fuera de la tumba. Sólo cuando su madre le dio una buena tunda con una vara de avellano, el bracito se retiró otra vez bajo tierra y fue la prueba de que el niño había alcanzado la paz.
Los que hemos pasado por ese cementerio, sabemos, sin embargo, que se sigue asomando cuando cree que nadie lo ve. Ahora es el brazo recio y peludo de un hombre adulto, con los dedos agrietados y las uñas sucias de tierra por el trabajo de abrirse paso hacia abajo y hacia arriba. A veces hace gestos obscenos, curiosamente modernos, que los filólogos consideran dirigidos a los hermanos Grimm.


Ana María Shua

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